Las ciudades y el miedo

El viajero que llega a Rocío descubre a su paso un lugar que en algún tiempo fue lindo. Se combinan regularmente las calles estrechas, las avenidas abren la ciudad en canal cada tanto y tampoco faltan las cortadas que aparecen de sopetón a mitad de cuadra. La luz diurna deja ver los árboles esparcidos en plazas y paseos: acá un ciprés, allá un par de pinos, acá unos ombúes juegan al ta-te-ti contra otras tantas palmeras, allá bordean la calle algunos palos borrachos. Quizás Rocío todavía es bella bajo el tizón que cubre lo alto de sus fachadas. Sin embargo, esta ruidosa ciudad no habla sino para exaltarse, y generalmente se encuentra compungida, en un estado de pánico latente en cada esquina, en cada portal, en cada cuerpo.

Durante el día, sus habitantes disimulan su congoja agachando la mirada. Pasan la jornada mirando el asfalto o la vereda, que todos y cada uno de los rocianos retrata a la perfección en su cabeza. Se dice que el rociano más viejo del lugar es invariablemente contratado como cartógrafo para actualizar un mapa llano de veredas y zócalos, un mapa del piso, hasta que fallece quizás ignorando aún la mugre de las fachadas de cada edificio rociano, y es sustituido por el nuevo decano de la ciudad. Por todos es sabido que la cartografía realizada por los sucesivos decanos es deficiente: las avenidas rectas se curvan, los trazos de las calles se interrumpen y algunas cuadras quedan olvidadas. Solamente los ancianos que llegan a ocupar la vacante logran comprender el porqué de estos defectos: horrorizados, descubren en el momento de asumir el cargo que éste no es más que la antesala de la propia muerte.

Los rocianos apenas se miran entre sí por tal de no sufrir el miedo por los demás. Cuando lo hacen por error, los asustadizos lugareños emprenden todo un mecanismo de seguridad basado en avanzadas tecnologías que permite ubicar en todo momento a la persona con la que uno empatizó en su día. Es común que las madres no puedan evitar mirar una última vez a sus bebés tras el parto, de modo que en Rocío ha proliferado descontroladamente la cantidad de mujeres que temen por sus hijos para toda la vida. Vástagos a los que, aún cuarenta años después, sólo pueden imaginar con el rostro de aquel bebé en el que una sola vez fijaron la mirada.

Cabizbajos también en casa, los rocianos siempre amanecen con un susto que les lleva a evitar miradas hacia cristales, superficies pulidas y espejos. Viven atenazados por la posibilidad de presenciarse a sí mismos del otro lado y ver a ese ser que, lejos de garantizarle la supervivencia, se la niega. A ese rociano idéntico a ellos que no es más que el mensajero de la muerte, que sería capaz de hacer todo lo que ellos no hacen. En su tormento, hay quien ha fallecido de pavor imaginando un reflejo de sí mismo que no responde a sus movimientos y lo mira fijamente.

Están documentados casos de internación psiquiátrica de hombres y mujeres que no soportaron algunas coincidencias. Un tipo trató de quitarse la vida después de cruzarse ocho veces en tres días con una mujer desconocida en la misma esquina. Otro rociano colapsó tras sentirse perseguido por el número 35,9: lo veía en los precios de todos los productos de todos los supermercados, lo veía en los colectivos, en los velocímetros y antes de ser internado juró haberlo visto en el calendario. Una mujer con problemas con el alcohol pidió ser ingresada tras despertar durante más de 400 días en la misma plaza. Siempre desconociéndola, siempre preguntándose por qué no estaba en su casa.

Al anochecer, la aversión a la oscuridad convierte a Rocío en un baile de luces que custodian las calles, en una bola de flúor anaranjado. Los rocianos, pudorosos, se enrocan en sus hogares tras espesas capas de cerrojos y afrontan sus fobias en la intimidad. Las alimentan y crían como a mascotas, ahora atribulados por una sinfonía de alarmas que deja adivinar pequeños avernos tras las ventanas, ahora con un repetitivo sonido de cañerías que, imaginan, podrían ser ratas o serpientes que acechan. El afán de evitar encuentros con indeseables figuras gelatinosas, con autómatas con aspecto de humanos o con antepasados fuera de sí les lleva a guardarse, cerrando hasta los párpados hacia lo oscuro. En ese terreno, el miedo es el de notar que la cama se mueve o que una mano te toca, e incluso el de sentirse apresados. Los hay que aseguran compartir un último horror en la vigilia: la conciencia de un posible fin de trayecto inminente que no revele más que la nada al otro lado del abismo.

Está el sintomático caso de ese rociano que, drogado de angustia, se lanza a las calles por la noche. Porta un arma por miedo a que el vecino al que va a asaltar le responda con súbita locura, pero más aún por miedo a sus propias sombras, que un farol fluorescente y traicionero revela rodeándolo. Se arma por terror a la vida, que le ha llevado cruelmente hasta esa cuadra, hasta esa noche oscura.

Poca gente más hallará el asustado viajero si se atreve a examinar las calles nocturnas desde su refugio. Los valientes incorruptibles y los linyeras no hallan en Rocío su lugar. La ciudad juzga siniestro a cualquiera que no tenga nada que perder. Casi siempre por sorpresa, abre un agujero bajo sus pies y lo absorbe. Los rocianos tiemblan al contar la leyenda: se dice que los cimientos de la ciudad son precisamente los huesos de los bravos. Un puñado de valientes patológicos que, a lo largo de los tiempos, han aceptado, aún en contra de su voluntad, el advenimiento del final definitivo de su ciclo vital de vuelta en el lugar donde todo empezó, el vientre de la madre. Rocío los ha enterrado vivos.

Al amanecer, un canillita reparte por la ciudad montones de espejos de papel. Día tras día ocurre lo mismo: los rocianos corren a verlos pensando en las historias sobre serpientes y ratas, pies que danzan solos, abominaciones, asaltos y sucesos macabros que van a encontrar. Pero lo único que ven es el reflejo de sus propios rostros, haciendo muecas sombrías que ellos no hacen, ratificando la paranoia un día más.

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Una mañana en Migraciones (parte I)

-Perdona, ¿podemos bajar acá?

Como si en lugar de preguntarle hubiéramos accionado un botón, el colectivero de la línea 137 abre la puerta de inmediato, aunque todavía quedan unos 40 metros para llegar a la esquina de Urquiza e Italia. Asomados a la vida que pasa frente a la puerta todavía a una considerable velocidad, nos agarramos con temor disimulado a unos asideros y tras un freno brusco, Julieta y yo descendemos torpemente los dos escalones que llevan del colectivo a la calle. Son las siete y cincuenta y seis de la mañana.

En cuatro minutos, tenemos turno en Migraciones para tramitar mi permiso de Residencia Permanente en Argentina. Llegamos a la esquina y aquella aparente celeridad que ayer nos sorprendió al pedir el turno por Internet («¿Cómo? ¿Has pedido turno hoy a las cinco de la tarde y te lo dan para mañana a primera hora? ¿Tan rápido? Señal de que no hay muchos europeos que vengan por acá») se desvanece. En el fondo, todo vuelve a su lógica tradicional. Unas 30 personas forman una cola que va subiendo por calle Italia: no somos los primeros, ni Migraciones tiene un servicio especial para mí, oh hermano de la Madre Patria. Por el momento, la lógica se impone, y yo casi me tranquilizo por ello. En un trámite anterior, escucharon el acento y me sacaron de la cola para atenderme con preferencia, nunca llegaré a comprenderlo.

Nuestra expectativa para hoy es la de un funcionamiento bien criollo, bien de acá. No, no lo decimos por la cola, que es algo universal. ¿Cómo explicarlo?

Mira, te tiro un ejemplo y aprovecho para retomar la historia: tras diez minutos charlando con una mujer aparentemente norteña (de Tucumán, no de Estocolmo), comprobamos que la cola sigue inmóvil y la puerta de Migraciones, cerrada. Nos acercamos a chafardear si pasa algo o si es lo habitual y, claro, es lo habitual. Dos pancartas lo explican meridianamente, siempre que se tengan en cuenta ambas y se les dé una importancia pareja. La primera dice «Horario de apertura: 8.15». La segunda, casi idéntica y colocada a unos centímetros, «Horario de apertura: 8.30». Reviso el papel de mi turno: «Hora: 8.00». Tras décimas de segundo de extrañeza, mi cabeza logra hallar una explicación a este puzzle de horarios y reacciono con una mezcla de curiosidad y de ternura que me asalta muy a menudo en este país (y para la que debo buscar una palabra concreta cuanto antes). «La primera es fácil -pienso-: lógicamente, abren entre las y cuarto y las y media… Lo del turno a las ocho será que me lo dan para no generar una gran cola». Obviamente, lo primero era cierto (lo excepcional es que lo explicara una suma de señales contradictorias); lo segundo tendría mucho más que ver con la incomunicación entre el arquitecto del sistema de turnos por Internet y los responsables de Migraciones que con la buena fe de la institución.

Ocho y veintisiete. Abre Migraciones y entramos en tropel. Ya dentro del lugar y antes de pararse incluso a observarlo, es mandatorio correr a agarrar, como en cualquier mercado fenicio, verdulería, carnicería o templo de la sagrada burocracia que se precie, un turno. Sí, ya teníamos turno previo, lo sé. Pero si tú, querido lector, me pones ahora en duda, es que nunca en tu soberana vida has tenido que hacer ningún trámite. La Biblia del gestor administrativo dice que hay que sacar turno no una vez, sino dos o tres. La fatalidad, en alguna de sus formas, puede hacer que uno pierda el primero, así que es mejor ser prevenido.

Causas para la pérdida de turno hay muchas: distraerse, no escuchar la llamada de los funcionarios, haber ido a miccionar y que también en los baños haya cola, estar con otro papeleo, incluso estar mágicamente siendo atendido por una de esas criaturas rarísimas, dificilísimas de encontrar: los funcionarios simpáticos, capaces de responder a tus preguntas aunque no te toque. Esta última coincidencia suele tener trampa, ya que el buen humor de esta rara especie de empleado público no implica la resolución de tu problema. Te atenderá, pero con toda seguridad te informará de nuevos requisitos y subtrámites que debes hacer antes de solucionar el tuyo… y, al final, le pasará la pelota a otro funcionario. Y este solamente te atenderá con turno. Y ya lo habrás perdido. Y en cinco minutos, habrán entrado en Migraciones unas 40 personas más.

Obtener tres o cuatro boletas te puede sacar de un par de apuros, y no es raro toparte con verdaderos profesionales que tienen media docena de turnos y los reparten entre el resto de mortales para ganarse la simpatía de sus coetáneos gestores ocasionales. A nosotros, un tío muy serio nos ha dado el C411 sin mediar palabra. No me ha inspirado mucha confianza y solamente me adelanta tres turnos (habíamos sacado el C414 y el C415), pero desde ese momento, en una hipotética disputa entre él y un funcionario, iría ido a muerte con él. En la burocracia, como en la vida, cualquier pequeño detalle (como tener de tu parte a hordas de gente cabreada que lleva esperando tres horas a que le atiendan) puede llegar a contar mucho para deshacer un enredo.

Ocho y cuarenta y cinco. Tras algo más de un cuarto de hora, Julieta y yo empezamos a dejar de conversar y aprovechamos nuestras pequeñas ráfagas de silencios para echarle un ojo al lugar y a sus gentes. Tras el mostrador, entre idas y venidas de empleados públicos que parecen no traer nunca nada de ningún sitio ni llevar nada a ninguna parte, identificamos cuatro figuras claras que permanecen en posiciones más o menos fijas.

A la izquierda, dos funcionarios de unos 37-40 y 32-36 años, respectivamente. El mayor se parece a mi cuñado, quizás con la tez algo más clara y una decena de kilos más. Es bastante sobrio en sus movimientos, no se separa de su mate y de vez en cuando le tira alguna frase ingeniosa a su compañero sin cambiar demasiado el semblante. El otro cree ser el jefe del lugar, y cuanto más lo cree, más pensamos lo contrario el resto de los presentes. Ni alto ni bajo, bien vestido y parecido, se hace el lindo hasta con las columnas y se sienta recostado, como si en lugar de estar en Migraciones estuviera en esa butaca reclinada de esa sala de cine exclusiva de esa mansión que no tiene ni nunca tendrá. Atiende a la gente antes con las cejas que con la palabra, arqueándolas o frunciéndolas dependiendo de si aparenta estar molesto o directamente disgustado por la presencia del solicitante. Habla con su compañero haciéndose el canchero a la vez que maneja papeles en sus manos con parsimonia. Como un croupier, pero a cámara lenta. Llama a las personas al grito de «el que sigue», a diferencia de mi ‘cuñado’, que las llama a ráfagas de números que se atropellan a propósito: «E-Cuarenta y siete, ochonuevecincuenta…¡cincuenta y uno!».

A la derecha de los personajes descritos, una columna parte por la mitad la zona de oficinas, que cuenta con cuatro mostradores más. En la otra mitad esa zona, una mesa larga termina al lado de la escalera que da paso al segundo piso, y casi en la penumbra, la pared forrada de estanterías se cubre de cajas con inscripciones como ‘Patria Grande’, ‘Memorándum’ o ‘Recaudaciones’. En la alargada mesa descansa un señor de, con toda seguridad, más de 75 años. De brazos cruzados, duerme a ratos y sólo lo despiertan sus propios cabezazos al aire. El señor, que a nuestra llegada era el espectador de lujo de una conversación de otros dos funcionarios ya fuera de nuestra vista, aprovecha sus momentos de vigilia para revisar, hacia adelante y hacia atrás, un archivador lleno de portafolios. De vez en cuando, si la energía se lo permite, observa todo el tinglado y aprieta los morros indicando conformidad, como diciendo que está todo en orden.

La cuarta figura que observamos tras el mostrador es una mujer joven, de no más de 35 años, que llama por su apellido y nombre a aquellos ciudadanos que le hemos entregado nuestro turno electrónico al entrar en la sala. Ejerce como filtro para el resto de los funcionarios, ya sea indicando a las personas atendidas a dónde deben ir, ya sea ahorrando trámites para los aún que falta algún papel, ya sea explicando tímidamente que la gente ha traído otras cosas que no tienen nada que ver. Algo destacable (por indescifrable) es el enigmático criterio con el que gestiona el montón de turnos electrónicos que le hemos dado: no atiende por orden alfabético, no parece atender por horario (todos teníamos las 8.00), no atiende por el orden en el que le hemos entregado los impresos, ya que los va pasando hasta que elige uno como un mago elige una carta de la baraja.

Solamente en una de las decisiones adivinamos su razonamiento. Llama a una pareja -cuarentón grandote de poco pelo engominado hacia atrás y señora pusilánime y flaquita que lo acompaña en silencio junto a sus dos retoños, bien vestidos y silenciosos-. Sabemos que les toca a ellos porque lo ordena en voz alta esa a la que llamamos ‘la infiltrada’: la única persona que está de nuestro lado del mostrador pero es gestora administrativa profesional. Pelo rizado rubio, dicharachera, había entrado a las ocho y treinta y cinco y desde entonces no ha parado de transmitir sus observaciones sobre el trabajo y sobre su último fin de semana a la otra funcionaria. Primero, acodada en el mostrador, la trata como a una compañera; luego, cuando ha llegado la familia a la que ahora atienden, actúa con una afectada pose de supervisora, incluso de dueña del lugar. Migraciones es su casa.

Descritos cinco personajes, llevamos dos que se creen o quieren hacer creer que son los jefes, además de un jubilado que probablemente sea empleado público desde antes de la invención de la imprenta.

Nueve y diez. Me da la impresión de que nuestros amigos de los mostradores de la izquierda quieren tener un papel protagonista en esta historia. Pero no pueden: a pesar de sus chistes, sus muecas y su comportamiento, no hacen nada que destaque en un día como hoy ni en una situación como esta. Todo es fatalmente previsible: el lindo despacha a la gente a una alta velocidad, cortando sus argumentaciones de inmediato cuando ve que falta algo en lugar de explicarse para ayudar al solicitante. A la norteña con la que hablábamos en la cola le dice: «No, no, no, no. Ene, o. ¿Entiende ‘no’?». Ella responde con la actitud del que está curtido en estas batallas de tiempo: «De acuerdo, ya vuelvo». Se gira hacia el resto de la gente con su bebé en brazos, espera a que el tipo atienda a otra persona y ahí, regresa a preguntarle algo. Una picardía para sacar de sus casillas al tipo, algo inútil sin duda, ya que no va a hacer más que dificultar más el trámite, pero acción que, al fin y al cabo, le hace ganarse las simpatías de unos cuantos entre los que me incluyo. El lindo y mi cuñado paran todo y la miran. «Señora, ya se lo expliqué, por favor», miente el primero. El segundo pregunta qué ocurre y la atiende él antes de llamar a otro turno. También este le bloqueará cualquier solución, pero de forma más sibilina. Ella ya lo sabe, pero también tiene interiorizado que su tenacidad terminará venciendo algún día.

A nuestro lado, el de los solicitantes, hay fauna diversa. Un muchacho francés de mi edad, aparentemente el único europeo aparte de mí, mira nuestro abanico de turnos aturdido, y nos pregunta en un español entrecortado qué orden se sigue en el caos de ese lugar. Le contestamos lo que sospechaba, que debe sacar turno. A nuestra derecha están el marido de la norteña, que tenía dificultades para hablar, y el tipo que nos dio el C411, mustio éste por elección propia. El tipo francés se levanta y oculta las lamentaciones que le inundaban las entrañas de camino al dispensador de turnos.

Mientras camina, se cruza con un tipo con cara de uruguayo, porte de uruguayo, piel morena de uruguayo costero y melena rubia, sucia y de corte extraño que lo termina de ubicar en Cabo Polonio o alrededores. Musculosa gris algo sudada, pantalones pirata, zapatillas viejas, barba de tres días y termo bajo el brazo, parece ajeno al ruido que generan los tres bebés y dos tercios de los adultos que ocupan la sala. Dos pasos más allá, tenemos un grupo de tres chicos de unos 25 años con idéntico uniforme (camisa blanca, corbata negra, pantalones de pinza negros), afeitados o imberbes, de corte de pelo y peinado bien prolijito. Adivinaremos más tarde que son argentinos y, de alguna forma, creyentes y practicantes. ¿Catlólicos, protestantes, evangelistas, jesuitas, testigos de Jehová? Ni idea, no logro distinguirlo, ni mucho menos. Su acento lo conoceremos cuando hablen con tres personas que están sentadas delante nuestro: un brasileño cuarentón, apocado, de frente interminable y poco pelo azabache; una chica cercana a la treintena, bien embotada, rubia y de piel y ojos muy claros, cuyo español delata una procedencia exótica, más eslava que norteamericana; y finalmente otra brasileña con cara de buena que compensa el tamaño de bolsillo de su compañero con su propia enormidad. También ellos son del grupo de los religiosos, y sonríen con unas ganas excesivas pero poco afectadas. Unas sonrisas luminosas y sinceras que atentan contra mí. Parece como si estuvieran en misa de Pascua y se les estuviera apareciendo Dios en la cara de cada uno de sus compañeros. No sé si preguntarme por qué no somos tan felices todos o por qué lo parecen ser ellos tantísimo, y mi mente se pervierte imaginando el encuentro entre estos odiosos dichosos y el funcionario que se hace el lindo. ¿Quién perdería ahí?

Son las nueve y media, más o menos. Suena bien flojita la voz de la funcionaria que llama por turno electrónico. «¡¡Falco, Serghi!!». A la vez, ‘mi cuñado’ llama al número C409 (lo tiene el tipo que nos dio el C411). Me levanto y me acerco al mostrador mientras Julieta le ofrece el C411 a la señora del norte, que sonríe al comprobar que en cinco minutos puede volver a la carga.

«Bueno, al fin, una hora y media», me digo. La cuestión es si hemos llegado a la meta o si esto no ha hecho más que empezar.

Continuará…

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